LA TRADICIÓN (Cuento)

LA TRADICIÓN

Mi abuela fingía padecer la enfermedad de Alzheimer. Era increíble ver la manera cómo se comportaba cada tarde con mi abuelo. Éste volvía a casa después de reparar zapatos en un espacio adaptado por la municipalidad y mi abuela aparentaba estar inmutable ante su llegada. A pesar de la firmeza que ella mostraba, mi abuelo se le acercaba con lentitud y le musitaba en el oído una vieja canción, en un intento para que lo reconociera. En respuesta, ella se levantaba furiosa, entraba a su habitación y cerraba la puerta con desdén.

A veces mi abuela salía y caminaba por los alrededores de la casa. Paseaba por las aceras aún iluminadas por el atardecer, hasta un pequeño parque al final de la cuadra. Siempre le fascinó ver cuando los niños se abalanzaban unos sobre otros mientras jugaban. Afirmaba que disfrutar de esa escena era un privilegio que dentro de unos años sería imposible, tanto para ella por su vejez como para nosotros por la convulsión social en que vivimos.

Ahora los veía como antes, sólo que frente a los jalones y carreras que formaban parte del juego, terminaba reprendiendo a los niños que se divertían.

Cuando se cansaba de caminar se sentaba en un portal con el talante de una anciana desamparada que espera la compasión de alguna persona. Entonces, una joven universitaria que volvía a casa, con sus oídos aún atentos a las voces proverbiales, se aproximaba a los escalones y se sentaba junto a ella. Mi abuela comenzaba a llorar y entre sollozos le decía que su esposo la había abandonado, después de que por accidente derramó un poco de aceite hirviendo sobre sí misma y la deformó, convirtiéndola en una mujer espantosa. Su historia era desmentida al observarse su rostro y descubrir, con la claridad del sol vespertino, su envejecimiento perfecto. Esa era su invención más frecuente, aunque tenía otras más disparatadas como la historia de que sus hijos habían sido asesinados por un acreedor desalmado en un predio cercano a su casa, y que desde aquel tiempo estaba sola y temerosa de volver.

Sus caminatas solían ser breves. Los vecinos, condescendientes con su situación, la acompañaban hasta casa y le dejaban bolsas con frutas, galletas y pan dulce. Mi abuela siempre evadía nuestros regaños, aunque nunca olvidaba las prebendas suculentas que le habían regalado.

En realidad, hace diez años mi abuela comenzó a fingir que sufría la enfermedad de Alzheimer hasta que, producto de su perseverancia, sus capacidades motoras comenzaron a menguar.

Reitero que en un principio fingía padecerla porque me lo confesó una tarde antes de sumergirse en un letargo del que no volvió.

La tarde de su confesión, mi abuela se veía diferente. Respiraba con tranquilidad. Como era costumbre, desde hacía tres años, busqué la emisora radial que trasmitía un programa exclusivo de la Sonora Matancera, los sábados a las tres de la tarde.

Me acerqué a limpiarle la piel con una toalla húmeda. Sentí su mano, cuya piel estirada dejaba notar sus huesos, tomando la mía. Intentaba incorporarse en la cama. No pudo sentarse, solamente inclinarse un poco. Entonces me acerqué y su voz sonó muy clara.
Mi abuela dijo mi nombre. En ese momento volví a ver hacia todos lados en busca de un testigo; pero estábamos solas.

Estiró su dedo índice deformado por la artritis mientras buscaba mi rostro, como cuando se quiere acariciar una bolita de algodón que vuela en el aire. Me explicó que después de un tiempo había entendido que la libertad era la simple posibilidad de determinar lo que queremos conservar en nuestra memoria. Admitió que ella estaba olvidando, de forma resuelta, los rostros, nombres y recuerdos que no quería albergar en su mente. Asimismo, había decidido morir despejada de culpas, yerros, incluso, satisfacciones.
Después de algunos minutos de cavilar sobre su vida, empezó a balbucear y terminó con una especie de consejo:

—Hija, debés decidir cómo morir. Yo lo hice cuando supe que no podía dejar a tu abuelo…
No le pregunte nada. Estaba muy confundida. Desde algún tiempo atrás sus facultades para valerse por sí misma empezaron a disminuir. Botaba el café. Botaba los cubiertos. No podía escribir. Comenzaba a olvidar las fechas de los acontecimientos dolorosos y placenteros de su vida. Desconocía la compañía de mi abuelo por las noches. Olvidó su nombre, su voz y así, por fin, olvidó su imagen.

Aún desconozco si en el instante de su confidencia estaba en el punto más grave de su deterioro cognoscitivo como para presumir un delirio, o si estaba en la plenitud de su conciencia. Incluso, podría haberse encontrado en un limbo muy frágil entre la deliberación y la enfermedad. Un limbo creado por su cerebro justo antes de cumplir con la labor macabra que se le ha ordenado, en su caso: la pérdida paulatina de la voluntad y los recuerdos. Mi abuela precisaba darse cuenta de que la tragedia por venir era una decisión consciente, a través de la confesión a un tercero, al que se vuelve cómplice. De éste se espera que le reste importancia a la magnitud de la revelación —como si no debiera de afectarle—, y así pueda brindar el sosiego que se desea.

Quizás mi abuela lo presumió conmigo. Supuso que en mi reflexión adolescente su confesión sería tomada con la ligereza con la que se ve un juego infantil. Posiblemente ella me observó en mis años de pubertad jugando con mis amigas y amigos a la guerra, a los policías y ladrones y al enamoramiento. Jugando a vivir la vida. Asumiendo la felicidad y el sufrimiento con la naturalidad que nuestro devenir lúdico nos permitía.

¿Cómo pudo mi abuela revelarme semejante decisión?

Lo que sé es que un tiempo después de esa conversación, si así puede llamársele, murió en casa. Permaneció inmóvil durante meses y debido a su inanición se le formó una llaga decúbito degenerándose en una infección letal.

Las exequias de mi abuela pasaron sin mayor trascendencia, es decir, sin valoraciones familiares sobre su enfermedad y su muerte. En alguna medida, eso me hizo sentir libre de cualquier responsabilidad que su confesión pudo haber generado en mí. No hubo algún instante en el que los familiares se sentaran alrededor de una mesa con una cafetera y pequeñas tostadas de pan dulce y de pronto comenzaran a recordar las vivencias de la difunta, o peor aún, que empezaran a deliberar sobre su padecimiento.

Así, mi adolescencia concluyó sin culpas de algún tipo.

Terminé el colegio y de inmediato inicié la universidad en la carrera de licenciatura en psicología, a pesar de tener tan sólo diecisiete años de edad.

Me apasionaba pensar que podía explorar las mentes de las personas para ayudarlas a liberarse de sus taras. En verdad desconocía la magnitud que esa carrera profesional precisa, creí que sólo se trataba de escuchar a la gente, considerar un par de teorías y darles la solución a su problema, la cual cumplirían al pie de la letra. Pero después de dos meses como la asistente de una psicóloga clínica en una unidad de salud rural, comprendí que, en un país tan violento, muchas veces las teorías son las excepciones a las reglas. Sin embargo, me sentía bien presentándome todos los días desde muy temprano a la pequeña oficina de paredes despintadas.

Cada caso que llegaba me alejaba de la confesión moribunda de mi abuela. Cada lloriqueo, cada arrebato de ira o mutismo en los pacientes era un peldaño más en el puente que me conducía hacia el olvido de su voz quejumbrosa diciéndome que tenía que decidir cómo morir.

¡Qué ridiculez! ¿Cómo podía a mis catorce años pensar en morir?

Creía ser una joven prometedora, con excelentes calificaciones, que estaba acumulando un bagaje empírico envidiable que, sin duda, me posicionaría con rapidez en algún puesto estratégico de mi carrera; por ello, no podía dejar que los eventos extraños de mi pasada adolescencia interfirieran en mi ánimo.

¡Pobre abuela! Ignoro cuánto dolor tenía para obligarla a hacer algo así.


Cuando estaba a punto de iniciar el último ciclo del currículo, mi madre sufrió un desmayo muy severo. Tuvimos que internarla en un hospital en estado de plena inconsciencia.

En la primera noche de su hospitalización, un doctor nos explicó que mi madre padecía de diabetes y que había sufrido una complicación de la enfermedad. Con mi padre y mis hermanos nos quedamos pasmados ante su diagnóstico, pues ella nunca se había quejado de algún malestar inclemente; al menos, no lo había manifestado sino hasta ahora que su cuerpo había sufrido un síncope tan grave que la había dejado en estado de coma.

—La señora ha hecho caso omiso de sus síntomas y del tratamiento que se le sugirió —dijo el doctor con desconcierto—. ¿Alguna vez les comentó que se hizo un chequeo hace varios años y que se le diagnosticó diabetes?

—No sé de qué me habla, doctor.

La voz de mi padre sonó parca.

—Las personas diabéticas padecen nauseas, pérdida de peso, adipsia y debilidad, además, deben seguir una dieta rigurosa. Su esposa, señor, sufrió un coma diabético a causa de una hipoglucemia. Tiene daños en su sistema macrovascular y llagas intratables en sus pies. Su esposa puede morir.

Con las palabras del doctor, sentí un golpe en mi sien que volvió más veloces las imágenes en mi cabeza. Parecía que las enfermeras, los pacientes y los doctores caminaban muy de prisa junto a mí. Sentí que los muebles se lanzaban sobre mi espalda y que el altoparlante estaba dentro de mis oídos. Empecé a sudar. Tuve náuseas. De pronto, en mi garganta, sentí miles de pastillas que emprendían la lucha por penetrar hasta mi estómago y mi sangre. Sentí en cada orificio diminuto de mi piel que filosas agujas se introducían con lentitud, mientras que las paredes blancas del hospital se hacían tan oscuras como un sarcófago bajo tierra.

¡Mi madre se había entregado a merced de una delicada enfermedad!

¿Por qué haría algo así?

Siempre quise observar a mi familia sin exigencias emocionales, es decir, sin esperar mucha atención hacia mi existencia o sin creer que nuestra convivencia familiar fuese un paradigma de armonía.

Sin embargo, no podría asegurar —desde mi perspectiva sesgada de hija y hermana— que hubiese agresión o engaños de tal modo que, en su rol familiar, mi madre llegara hasta el umbral lúgubre de la frustración y se hundiera de forma voluntaria en un cenagal de descuidos.

¡Llagas intratables en sus pies!

A diario caminaba hasta la parada del autobús para dejar a mi hermano menor cuando partía hacia la escuela y, a pesar de que habíamos notado su lentitud para avanzar, nunca podríamos haber sospechado algo parecido.

A pesar del tranquilizante que me inyectaron y del analgésico que tomé por mi ataque de ansiedad, no pude dormir.

Por la madrugada me acerqué a su cama. Deseaba emplazarla con pujanza. Sus ojos violáceos parecían sumergidos en las cuencas profundas de su esquelético rostro. Frente al catre de sábanas amarillentas por la lejía en la que continuamente eran desinfectadas, pensé hasta encontrar una razón que me resultase convincente para entender la situación de mi madre moribunda.

En el frescor de las tres de la mañana, la mente parece muy atenta; creo que se debe a que la modorra que antecede la medianoche se ha disipado y el sentido de un simple desvelo torna la madrugada en una verdadera vigilia, o al menos, eso me había ocurrido. En pleno devaneo especulativo, con el bullicio de una radio sonando en los albinos pasillos del hospital, apareció con claridad el inusitado encuentro con mi abuela, la cual a pesar de tener un grave detrimento psicomotor, me había sugerido su autodeterminación por la muerte.
¿Acaso había hecho lo mismo con mi madre?

¿Acaso mi madre había optado por morir de diabetes siguiendo la propuesta insensata de su progenitora?

En verdad, no sé hasta qué punto mi abuela fuera capaz de fomentar una idea bárbara como la de un suicidio paulatino, de manera que todas sus energías se concentraran en dicho propósito y llegaran a fructificar, primero en ella y ahora en su hija quien agonizaba entubada en un hospital. Me parecía un poco pervertido.

Además de que una decisión de ese tipo implica una convicción descomunal, semejante a la de un martirio cristiano o revolucionario, cuyos alicientes yacen en un porvenir de galardones y libertad, respectivamente. En este sentido, tenía la certeza de que ni mi abuela ni mi madre aspiraban a la trascendencia espiritual o histórica, de hecho, sus vidas habían pasado al margen de cualquier ideología comprometedora.

Descartada esa posibilidad, otra rondaba en mi cabeza y era que quizás hubiesen sufrido algún evento traumatizante que las orillara a una depresión, al ensimismamiento que eso conlleva y a las ideas suicidas. Esto significaría que previo a sus decaimientos físicos, debía de haber existido un retraimiento emocional asaltado de vez en cuando por episodios de irritación y euforia; pero, nada de esto había ocurrido. Así que la única opción que me quedaba —aunque admito que la más retorcida— era la del placer del sufrimiento.

En ese instante, hacia el final del pasillo, corrieron dos enfermeras con un pastel en las manos para celebrar el cumpleaños de un enfermero. Las observé con desdén, sin entender el agrado que eso podría tener en un nosocomio. Me acerqué al oído de mi madre y le susurré con cierta rabia y dureza:

—No puedo creer que te estés matando.

En efecto, lo estaba haciendo desde hacía años y al amanecer lo había logrado.
Cuando mi padre y mis hermanos llegaron a media mañana, yo había permanecido con náuseas y vómitos desde la hora en que me informaron de su deceso, con el agravante de que me rehusé a ingerir cualquier medicamento que disminuyera mis síntomas.

Cuando debimos de hacer los trámites concernientes a su muerte, velorio y entierro, entendí que a ella le importó un comino lo que su familia pudiera sentir.


Así son los eventos fatales de la vida: deliberados y llanos.
¿Quién es capaz de hacernos entender las consecuencias de una simple decisión cuando hemos resuelto llevarla a cabo?

¿Quién es capaz de detener la avalancha de una idea que se ha consentido durante horas, días y años, y de diferente manera?

Para algunas personas, en el sufrimiento se halla el verdadero sentido de la vida; porque en la constante necesidad de sentirse bien, se atraviesa por situaciones que producen ira, rencor, tristeza y desilusión.

Así, con los suicidios silenciosos de mi madre y mi abuela supe que siempre fueron libres.
Lo que en algún momento llamé enfermedad, era tan solo esa libertad individual tan anhelada. Se habían esforzado tanto en ello, que me pareció injusto desechar a priori su denuedo en esa interpretación de la vida.

Ahora, el cuarenta por ciento de mis pacientes terminan su tratamiento con un suicidio. Cada vez me sorprende menos la voluntad creativa de sus muertes. Las planifican: estudian sus debilidades, las entienden y manipulan hasta morir. No tienen escrúpulos. No piensan en nadie más que en ellos mismos, y se piensan siempre inmolados y libres.

Mi labor es acompañar el proceso de liberación, aunque, muy lejano de lo que las personas creen, dicho asunto termine en una muerte lenta y deliberada.

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Rebeca Henríquez, 1982. Escritora y Arte educadora. Ha recibido diversos galardones y reconocimientos en la rama de poesía en El Salvador, parte de estos logros se deben a su aportación e iniciativas en la poesía infantil. Su proyecto más importante en esta última rama es denominado "Lagartijas en las Nubes". 


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